MARTÍN, EL CAPATAZ DE PALMA BLANCA

El mundo de los vaqueros pantaneros es en apariencia bronco y escaso de sutileza, pero con el tiempo un observador no podría dejar de encontrar que hay un significado que se le escapa en las palabras, en los silencios, en los ademanes. Algo seguramente inexplicable y cuyas normas no están escritas sino en el contacto prolongado; o tal vez en el paso lento de un caballo por los llanos.

Conseguí un coche y un baqueano para visitar Palma Blanca. El patrón no puso ningún obstáculo a mi visita, más bien le alegró encontrar alguien que pudiera llevar la carga del mes –que no era poca entre comida, gasolina, diésel y otras historias-. Avisó por radio a los vaqueros y allí estaban esperándome: Martín, el capataz; Pedrito, el veterano, y Mario, joven y alegre.

Después de comer, Martín ata una larga cuerda a un poste del piquete y se aleja, dejando levantada solo la punta que sostiene. Mario y Pedrito aparecen corriendo detrás de los caballos, que a estas horas malditas las ganas que tienen de pasear bajo el sol, hasta llegar donde Martín levanta la cuerda y los rodea contra el alambrado. En ese momento se acaban las prisas de los animales y puedo ver cómo separan algunos y los ensillan. Quiero ayudar, pero las miradas que dicen: «¿Ayudar a qué, chaval?, ¿tú qué sabes de esto? Mejor no estorbes.» me convencen de ser solo un espectador.

Iniciamos el largo camino hacia la laguna que, al final del largo cerro y cerca de internacional, aún debería conservar bastante agua. En realidad es una excusa para hablar con mis personajes en su trecho; en el pueblo son otros, casi extranjeros, como desarraigados, habituados a otro ritmo y otros horizontes; privados de algo.

Martín ha mandado a Mario a revisar una parte del alambrado y ha dejado a Pedrito cuidando de la casa. Me dice que tardaremos más o menos una hora en llegar a la laguna -si Dios y la Virgen- y que aún está dentro de los límites de la estancia. Calculo que al paso de un caballo eso son cinco kilómetros. Cuando le pregunto por el tamaño de la propiedad me mira de reojo, como preguntándose cuánto debe decirme, y al final responde:

-Algo más de seis mil hectáreas – e inmediatamente me hace cambiar de tema:- Escuchá. ¿Los oís los manechis?

Con un poco de esfuerzo logro oír el rugido de los monos aulladores, ahí en el cerro cada vez más cercano.

Llevo la conversación hacia su vida y me cuenta cómo ha trabajado siempre fuera de casa: arreando ganado, cazando yacarés para vender la piel, cortando madera en estancias inmensas, sacando piedras de minas alejadas en medio de la selva… Se ha buscado la vida en Bolivia, Brasil y Paraguay y tiene cicatrices de mordeduras de caimán y de pirañas, de balazos de la florestal y de motosierras escapadas.

-Todo para sobrevivir. Esa plata viene y se va –lamenta.

Me interesa lo de las balas de la Polícia florestal:

-Es una tropa de pícaros. Creen que por ser florestales pueden mandar y robar… Pero allá en las lagunas del norte, de noche, no hay yo soy policía y me vas a dar…

No consigo sacarle más. Nos acercamos a la laguna. Aun desde una cierta distancia la visión es impresionante: miles de aves de diferentes especies se reparten por el agua y el cielo, alimentándose en el fondo, volando en bandadas, dejándose caer en picado para capturar algún pez…Por unos momentos olvido el motivo de mi visita, el libro y la información que quiero sacar de Martín; me siento abrumado por el espectáculo y agradecido por poder contemplar algo así en un lugar ahora perdido en los pantanos, tal vez dentro de poco solo un recuerdo en la memoria de las pocas personas que han podido presenciarlo antes de que el asfalto y las fábricas cambien los llanos para siempre. «Debo agradecer al cooperante que me hablara de este lugar», pienso, y también: «Realmente es algo que merece la pena conservar».

 Tres montados que vienen bordeando el cerro interrumpen mis pensamientos. Llevan guardamontes, revólver y cuchillo. Martín me detiene:

-Esperame –pero mi caballo todavía no ha entendido quién manda (o quizá lo ha entendido demasiado bien) y después de corcovear un poco –lo suficiente para meterme el miedo en el cuerpo- sigue al animal del capataz y finalmente se para cuando lo hace el otro.

-Oi, pessoal. ¿Adónde es la ida? –No sé cómo, pero Martín no ha dudado de que se trata de brasileros. Cuando termina de hablar encaja la mandíbula y mira con los ojos entrecerrados, como esforzándose por percibir algo que no está a la vista.

El vaquero del bigote y la sonrisa afable se destaca de los otros dos, que se separan a ambos lados. El más oscuro y que va sin camisa mostrando una musculatura descomunal ahora está a mi izquierda y el delgado con mirada huidiza está a la derecha de Martín.

Empiezo a acojonarme. No sé por qué, pero me acojono.

Miro disimuladamente alrededor: no hay ni Dios. Supongo que estamos a casi cinco kilómetros de la casa, que es el único lugar habitado en esta inmensidad.

Tiro de la rienda de mi caballo para alejarlo un poco del vaquero que ya está demasiado cerca, pero el puto jamelgo no me hace ni caso.

-Buena tarde. Tamos procurando uns los animais perdidos –sonríe mientras se explica en portuñol-. ¿No tienen los visto por aquí? Acho que la gente también tiene se perdido…

Martín no mueve un músculo, salvo los necesarios para hablar:

-Aquí están en terreno de Palma Blanca, mi hermano –cuando lo oigo, pienso que nunca voy a querer que me llamen mi hermano en ese tono-. Internacional es por allá –indica con una lenta elevación de la mandíbula hacia la dirección por la que venían los brasileros.

El vaquero musculoso, mientras tanto, está acariciando las crines de mi caballo, con la mano al lado de las riendas. Lo imagino sujetando mi animal mientras saca el cuchillo y me lo hunde en el estómago. Mi temor se transforma en pánico. Intento imitar la postura tranquila de Martín, pero juraría que me tiemblan los pies en los estribos. Aun así, consigo preguntarme de qué va todo esto, lo cual ahora me parece un logro en semejante situación.

-¿Lo señor no conoce un paraguaio que leva ganado para vender? Ele es bem mi amigo. Achei que poderia lo encontrar por aquí.

-Ese cara ya se mandó cambiar cuanto ha. De seguro que ya llegó en Bahía.

-Interesante que um amigo vio él en Puerto ha pocos días –retruca el brasilero. Su sonrisa desaparece-. Lo señor no va decir para ele que procuramos ele, ¿vai?

Martín repite su gesto con el que indica el camino de vuelta a los visitantes:

-Internacional es por allá.

La sonrisa bajo el bigote vuelve, pero ya no es afable. Parece que la tensión no puede crecer más y se tiene que romper por algún lado; lo que la rompe es un agudo grito pantanero. Martín hace un gesto y Mario, que ha aparecido desde detrás del cerro, se detiene. Los brasileros miran hacia el joven vaquero, se miran entre sí y por fin mi caballo queda libre.

-Acho que a gente vai se ver de novo –dice el brasileño, olvidado el portuñol.

-Sigan no más –responde el capataz, estirando las comisuras de la boca como si sonriese.

Mientras veo alejarse a los brasileros intento articular alguna palabra, preguntar qué ha sido eso, pero no lo consigo. Martín hace ademán a Mario de que dé un rodeo para llegar hasta nosotros. Después me mira y masculla:

-Esos negros son jodidos – y con un ligero movimiento hace avanzar a su caballo. El mío lo sigue.

Poco después Mario nos comenta que vio un cable cortado y remendado en el alambrado y unas huellas que entraban en el potrero.

-Seguí la trilla no más, pues –termina.

Martín lo envía a comprobar que los visitantes vuelven a su trecho y que el alambre queda bien cerrado y me mira con una sonrisa:

-Vamos, pues. Prepará tu máquina porque los yacareses no aguantan mucho. Sumen en el agua rapidingo.

Efectivamente: en cuanto nos acercamos, todos los caimanes de la orilla se lanzan al agua. Desmonto, ato mi caballo a un árbol por el lado del cerro y me dirijo a intentar conseguir alguna imagen de las aves, los yacarés que flotan por aquí y por allá y de los capibaras que se ven en la distancia. Miro hacia arriba cuando el caballo de Martín se para a mi lado y el capataz señala hacia atrás con el dedo:

-Agarré uno para que le tirés fotos.

Siguiendo la dirección que me indica su gesto veo, a un par de metros, un caimán enlazado y que viene arrastrando tras el caballo.

-¡Joder! –se me escapa, mientras doy un salto atrás y pienso: «Día de sustos, oye»-. Así no vale –pero, ya que estamos, aprovecho para hacerle unos primeros planos.


No lo niego: volví impresionado. Vi transformarse a Martín, que había sido tan amable todo el tiempo, en una persona distinta, un hombre duro y peligroso que no estaba ahí unos minutos antes y que desapareció tan rápido como había llegado. Recordé lo que dice Ciro Alegría sobre los habitantes de la puna: en ese ambiente hostil y rocoso deben crecer como rocas, deben convertirse en rocas.


Unos meses después y ya en España, con el libro casi terminado, un amigo de Puerto me comentó que en esa zona de los pantanos había aparecido muerto a balazos un arreador de ganado paraguayo, aparentemente por problemas con unas reses brasileñas.

2 comentarios:

  1. Tremenda imagen realista conseguida con buen oficio. Mis felicitaciones, amigo Oscar.

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  2. ¡Muchas gracias, Kabalcanty! Si la escena parece real es porque la saqué de mis recuerdos: traté mucho con personas como Martín, recorrí esos llanos interminables y viví situaciones parecidas. Me alegro mucho de que te haya gustado.

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