Ayer veía en el vídeo de
presentación de «Aquí Bahía» de J. M. Valderrama (libro que se desarrolla en la
misma área que «¡Carao! Pantanal» y cuya lectura recomiendo) que el autor decía
algo así como: «Yo quería que viniera alguien». Él estaba más aislado que yo.
Sin embargo, yo también sentía esa necesidad de recibir compatriotas voluntarios
o compañeros de trabajo; sobre todo al principio, antes de que el flujo de
turistas fuese más o menos continuo. A veces, créanme, realmente lo necesitaba.
Por suerte, fue una época de
hacer muchas amistades con tantos voluntarios como pasaron por allí y con los
compañeros que trabajaban en otras sedes, con los que solía coincidir en la
estación «de paso» de Warnes, cerca de Santa Cruz de la Sierra. A todos ellos
tengo que agradecer la compañía, la ayuda, el trabajo que hicieron… Fueron unos
cuantos años y no me siento capaz de recordar el nombre de todos los
voluntarios, pero sí me acuerdo con mucha gratitud de aquellos con los que mantuve
un cierto contacto después de su vuelta a España, principalmente Jorge Lozano,
Aurelio Malo, Iñaki Abella y Jesús Delgado. De todos ellos, además, aprendí
mucho.
Pero hoy quiero dedicar unas
palabras a dos compañeros a los que, por su larga permanencia por aquellos
pagos, les debo mucho: Antonio Castro e Iñaki Liceaga.
«Estoico» es el adjetivo que
me viene a la mente cuando pienso en Antonio Castro. No estoy seguro de que sea
el más acertado, por lo que daré unas muestras y que cada cual decida si era
esa la palabra adecuada. La primera me la dio al poco tiempo de llegar: fuimos
a los pantanos y, para variar, nos atascamos, lo que solía significar una o dos
horas de bregar con el barro, el sol y los mosquitos. Pues no dijo ni «mu». Ni «¡Qué
calor!», ni «¡Cuánto mosquito!», ni «Ya estoy hasta los mismísimos de cavar y
empujar el coche». Nada. Siguió bienhumorado y a lo suyo: a cavar, a empujar, a
meter palos bajo las ruedas, a espantarse los mosquitos, a secarse el sudor.
Compañero de ajedrez, de intercambiar libros, de viajes, de charlas por la
radio. El día que la deslizadora amaneció hundida por el oleaje de los «empujes»
(y supongo que a los turistas les pareció que no era un medio de transporte muy
fiable), quien se sumergió en aquel punto dragado hasta unos metros de
profundidad para soltar el motor en un lugar en el que abundan los caimanes y
las pirañas fue él. Y sin rechistar. Pasó años en Bahía Negra, aprendió a
hablar guaraní, tuvo sus más y sus menos con un comprador de niñas indígenas…
En fin, un tipo que sin perder la tranquilidad ni el buen humor se adaptaba a
todo, se enfrentaba a cualquier cosa. Con perseverancia. Fue una compañía
impagable y un lujo tenerlo como compañero.
«Estoico» no es el adjetivo
que me viene a la mente cuando pienso en Iñaki Liceaga. Tampoco «callado». Creo
que no hay un adjetivo que englobe una mente rápida, un carácter fuerte y
afable, una gran cultura, una capacidad didáctica increíble y un aguante sin
límites. Esto último es por aguantarme a mí. Y es que yo a veces no llevaba
nada bien preparar toda la tarde una intervención en la radio y que, cuando le
daba la noticia a Iñaki, así de pronto, me soltara un chorro de ideas mucho
mejores que las mías; así que le decía que no se preocupase, que ya lo había
pensado, me iba a la oficina, tachaba lo que había escrito y lo cambiaba por su
parrafada. Y encima se parecía a George Clooney y se llevaba de calle a las
peladas más bonitas de la zona. Insufrible. Pero le cogí cariño, pese a todo, y
cuando tuvo que irse a otro lugar no es que me pasase las noches llorando, pero
casi.
Esta entrada se llama Agradecimientos (2). Pues eso: gracias,
Antonio; gracias, Iñaki. Y como dicen por allá: «Van a disculpar cualquier cosa».
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