De
vuelta tras las navidades en Madrid, ya en Santa Cruz, los ve cuando la
manifestación pasa por la plaza en silencio. Son unos cientos de collas que avanzan, hombres y mujeres,
como una masa imparable; campesinos que bajaron a los llanos y que ahora
reclaman algo al gobierno departamental. El silencio de la masa es
amedrentador. El cooperante siente cómo se le eriza el vello observando los
rostros impasibles, impenetrables, la mirada dura de los quechuas, o aimaras, o
ambos. Siente la impresión de que es gente capaz de hacer lo que se proponga a
base de determinación, capaz de no sentir el cansancio, el dolor, el frío…
Capaz, piensa, de matar o morir sin un pestañeo. No es un pensamiento lógico, solo
una sensación que se le quedará grabada para siempre. (Pág. 295)
La
situación se recrudece: alguna autoridad local tilda al presidente de la nación
de «colla de mierda» en las locuciones radiofónicas; los ministros enviados por
el gobierno para negociar son vejados y retenidos bajo amenaza.
El
cierre de la frontera y los medios de transporte deja atrapado a gran número de
viajeros en la zona, que ven cómo ante la imposibilidad de continuar viaje, las
habitaciones duplican y quintuplican su precio habitual, al igual que los menús
de hoteles y pensiones.
La
porción de la población que vive al día, que debe obtener del trabajo diario la
posibilidad de comer una jornada más, mayoritaria en esta frontera, comienza a
resentirse sin encontrar la fuerza para protestar por el paro decidido
unilateralmente por las autoridades.(Pág. 199)
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