LA REINA


Era uno de nuestros recorridos «estrella»: salíamos en la lancha con motor fuera-borda por la mañana temprano; recorríamos la inmensa laguna boliviana y el canal que aparece en el río Paraguay frente a Corumbá ─la «Ciudad blanca»─, ya en territorio brasileño; hacíamos setenta quilómetros sin prisas, explorando los afluentes estrechos, parando a comer en la orilla y calculando para llegar a cenar al restaurante y hotel de pescadores cercano al camino elevado que atraviesa el Pantanal: la «estrada-parque».

Los animales que no estaban en el río, estaban en el camino, dependiendo de la altura del agua, que varía unos cuantos metros a lo largo del año. Caimanes, anacondas, ciervos de los pantanos, ñandús, nutrias gigantes, capibaras, iguanas, monos, papagayos, aves acuáticas de todo tipo… Así que al segundo día, después de desayunar, alquilábamos el camión panorámico del hotel para recorrer el camino elevado tras cruzar en la balsa los quinientos metros de anchura del río.

En esa ocasión no recuerdo si eran unas turistas israelíes, u holandesas, aparte del conductor del camión, mi alumno local en prácticas y unas profesoras brasileñas que pidieron que las lleváramos hasta unos quilómetros más allá.

En mitad del camino, las turistas necesitaron usar el baño detrás de unos arbustos.

Un minuto después volvían gritando y corriendo mientras se subían los pantalones. Antes de poder pensar si se habían encontrado con una cascabel, o con una yararaca o una coral, llegaron hasta nosotros y, con ellas, un enjambre de «abejas africanas».

A partir de ese momento se desarrolló una escena digna de un «maniquí», una de esas grabaciones en las que todo el mundo se queda quieto como estaba mientras pasa la cámara. Intenté espantarles las abejas a las turistas, con lo que en seguida me vi cubierto de ellas y corriendo de un lado a otro haciendo aspavientos y gritando que me ayudaran. Eran abejas africanas, y cientos de ellas. Ya había oído hablar de gente muerta por esos insectos.

El conductor, mi alumno y las profesoras, mientras tanto, en plan «maniquí». Diciendo que nos quedáramos quietos. Saqué algo de ropa y se la puse a las turistas por encima, me tapé también y, solo cuando el conductor llegó al volante a diez centímetros por hora, salimos de allí. Iban todos los locales sin un aguijón, y las turistas y yo con la cara cada vez más hinchada.

A eso me refiero con que todo lo que pasa, todo lo que se dice en «¡Carao! Pantanal» alguien lo dijo, o le ocurrió a alguien. Para que nadie tenga que leer que hay cientos de víboras que atacan juntas en grupos familiares, o tucanes asesinos como salidos de alguna película de Hitchcock.

(La foto de la niña la tomé de un reportaje sobre el Dakar de hace un par de años; no sé quién es, ni cómo se llama, pero se parece mucho a Diana).


¡Carao! Pantanal, pág. 286:

Diana se ha quedado muy quieta. Más de treinta abejas se han posado sobre su cara, brazos y piernas, y ella no ha movido un músculo salvo los que cierran los párpados. Uno tras otro, los insectos se han alejado sin clavar su aguijón, y tras unos minutos se atreve a abrir los ojos de nuevo. Las abejas están aún excitadas. Solo el largo cabello negro de la niña se mueve, agitado por la brisa, hasta que todos los insectos vuelven a su nido entre las rocas.

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