En los interminables llanos inundados de agua y de sol en el corazón de Suramérica solo podemos imaginar una figura humana: la de un vaquero que acompasa el movimiento con el de su caballo. Este vaquero puede ser Mario, nuestro protagonista, que se enfrenta a los poderes fácticos para defender el Pantanal.

Conservar un área natural de importancia mundial o asfaltarla depende únicamente del mejor postor y de que el dinero llegue a las manos de los de siempre. De paladines del ambientalismo a prohibir la existencia de ONGs conservacionistas en el municipio.

El cooperante español apoya la lucha que, hoy por hoy, se muestra perdida.

Un homenaje al Pantanal y a sus gentes.

«Carao» es el volumen que realmente hace justicia al título genérico «Memorias de América»: refleja la experiencia del autor como cooperante en el Pantanal boliviano durante ocho años. Está contada en tercera persona y el cooperante no es el protagonista principal de la trama.

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«¡Carao! Pantanal» es el fruto de mi experiencia de ocho años como cooperante en Bolivia. Es un libro asumidamente denso que quiere abarcar todos los aspectos de un mundo que difícilmente podemos imaginar en España, y que sirven para enmarcar la aventura a la que se enfrenta el protagonista, el joven vaquero Mario. Pero, sobre todas las cosas, el texto es un homenaje al Pantanal.

Ser español en la América ibérica (ahora vivo en Brasil) lleva a plantearse con frecuencia multitud de dilemas sobre la conquista de las Indias Occidentales, cuestiones que reflejo en otra aventura, la del montañés Álvar que viaja a Asunción en 1540. Ese no es un libro denso; está construido casi completamente por diálogos y admite una lectura ágil u otra más reflexiva, a gusto del lector. Pueden encontrarlo en este enlace.


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MATOPIBA

Marañón-Tocantins-Piauí-Bahía: el acrónimo Matopiba aparece de vez en cuando en las noticias, y siempre asociado a deforestación, agronegocio brutal, pérdida de biodiversidad, apoderamiento de tierras públicas y de comunidades... asociado a la soja, en resumen.
Allí, a centenares de quilómetros de cualquier capital o ciudad grande, podría desarrollarse «¡Carao! Pantanal»; grandes empresarios que destruyen la naturaleza y e imponen sus leyes, que ahora se dictan más con fusiles que con revólveres. Con garitas de guardas armados y violentos en las antaño tierras comunales. Con el desacato de los dictámenes de una justicia federal que está muy lejos y que, aun más con el nuevo gobierno, no pone mucho énfasis (siendo generoso) en la protección de naturaleza ni de pobres.



Aquí pueden leer el artículo (no lo he encontrado en español). La noticia es de esta semana, de este mundo, es real, no es ficción.
Me parece ver a Mario cruzando las fronteras de esos cuatro estados a lomos de su caballo y tarareando la canción del carao...

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PROTAGONISTA DE «¡CARAO! PANTANAL»: DIANA


La llamaremos Diana porque no conocemos su nombre verdadero. Tampoco sabemos mucho de su vida antes de pasar a llamarse Diana. Que vivía en su poblado en el borde sur del Pantanal. Que hacía los trabajos duros de la casa que su madre le encomendaba y cuando tenía tiempo jugaba con sus amigas. Que hasta el momento no había tenido que pensar mucho en el futuro, o no había querido.
Cuando cambia de nombre cambia también su vida; todo su mundo desaparece y lo sustituye otro que parece no tener salida. Un mundo constituido por dolor, gritos, opresión. Esclavitud. Del que realmente parece que no hay escapatoria.


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Para poder hablar en privado con mis compañeros del Pantanal paraguayo establecimos una clave basada en la guía de aves que más utilizábamos:
─Vamos a «Águila harpía» ─por ejemplo─, cambio.
─Vamos, cambio.
Así pude enterarme de que un boliviano se dirigía al pueblo paraguayo a hacer efectiva la compra de una niña de doce años. Mis compañeros intervinieron, lo denunciaron al comandante y este mandó arrestar al extranjero. Después mis compañeros tuvieron que aguantar amenazas y denuncias de todo tipo. Un buen día el boliviano abandonó el pueblo, sin dinero.
Para mí fue motivo de preocupación por mis amigos que se encontraban en una situación difícil en aquel lugar al que solo llega un barco dos veces por semana. Cuando llega.
Y después uno puede tener que responder a preguntas: ¿es lícito inmiscuirse en las costumbres de los indígenas? ¿La venta de niñas es realmente una tradición, o es algo traído por el contacto con una sociedad diferente? ¿Puede uno cerrar los ojos y simplemente contarlo después como una anécdota más? ¿Debe intervenir, aun sabiendo que le puede ir la vida en ello?
Mi respuesta es que en este caso no tengo duda de que se debía hacer algo, al mismo tiempo que continúo sintiendo una gran admiración por el valor de mis compañeros que decidieron que no podían permitir la esclavitud de una niña, aunque eso les costase caro. Y no habría nadie para echarles una mano. Allí, donde Cristo dio las tres voces.

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LA REINA


Era uno de nuestros recorridos «estrella»: salíamos en la lancha con motor fuera-borda por la mañana temprano; recorríamos la inmensa laguna boliviana y el canal que aparece en el río Paraguay frente a Corumbá ─la «Ciudad blanca»─, ya en territorio brasileño; hacíamos setenta quilómetros sin prisas, explorando los afluentes estrechos, parando a comer en la orilla y calculando para llegar a cenar al restaurante y hotel de pescadores cercano al camino elevado que atraviesa el Pantanal: la «estrada-parque».

Los animales que no estaban en el río, estaban en el camino, dependiendo de la altura del agua, que varía unos cuantos metros a lo largo del año. Caimanes, anacondas, ciervos de los pantanos, ñandús, nutrias gigantes, capibaras, iguanas, monos, papagayos, aves acuáticas de todo tipo… Así que al segundo día, después de desayunar, alquilábamos el camión panorámico del hotel para recorrer el camino elevado tras cruzar en la balsa los quinientos metros de anchura del río.

En esa ocasión no recuerdo si eran unas turistas israelíes, u holandesas, aparte del conductor del camión, mi alumno local en prácticas y unas profesoras brasileñas que pidieron que las lleváramos hasta unos quilómetros más allá.

En mitad del camino, las turistas necesitaron usar el baño detrás de unos arbustos.

Un minuto después volvían gritando y corriendo mientras se subían los pantalones. Antes de poder pensar si se habían encontrado con una cascabel, o con una yararaca o una coral, llegaron hasta nosotros y, con ellas, un enjambre de «abejas africanas».

A partir de ese momento se desarrolló una escena digna de un «maniquí», una de esas grabaciones en las que todo el mundo se queda quieto como estaba mientras pasa la cámara. Intenté espantarles las abejas a las turistas, con lo que en seguida me vi cubierto de ellas y corriendo de un lado a otro haciendo aspavientos y gritando que me ayudaran. Eran abejas africanas, y cientos de ellas. Ya había oído hablar de gente muerta por esos insectos.

El conductor, mi alumno y las profesoras, mientras tanto, en plan «maniquí». Diciendo que nos quedáramos quietos. Saqué algo de ropa y se la puse a las turistas por encima, me tapé también y, solo cuando el conductor llegó al volante a diez centímetros por hora, salimos de allí. Iban todos los locales sin un aguijón, y las turistas y yo con la cara cada vez más hinchada.

A eso me refiero con que todo lo que pasa, todo lo que se dice en «¡Carao! Pantanal» alguien lo dijo, o le ocurrió a alguien. Para que nadie tenga que leer que hay cientos de víboras que atacan juntas en grupos familiares, o tucanes asesinos como salidos de alguna película de Hitchcock.

(La foto de la niña la tomé de un reportaje sobre el Dakar de hace un par de años; no sé quién es, ni cómo se llama, pero se parece mucho a Diana).


¡Carao! Pantanal, pág. 286:

Diana se ha quedado muy quieta. Más de treinta abejas se han posado sobre su cara, brazos y piernas, y ella no ha movido un músculo salvo los que cierran los párpados. Uno tras otro, los insectos se han alejado sin clavar su aguijón, y tras unos minutos se atreve a abrir los ojos de nuevo. Las abejas están aún excitadas. Solo el largo cabello negro de la niña se mueve, agitado por la brisa, hasta que todos los insectos vuelven a su nido entre las rocas.